El respeto a la autonomía y a la dignidad de cada uno es un imperativo ético y no un favor que podemos o no concedernos unos a los otros. (…) Saber que debo respeto a la autonomía y la identidad del educando exige de mí una práctica totalmente coherente con ese saber.

Freire, P.,

La autonomía como esperanza, como utopía, como elemento inasible, una contradicción compleja y constante en el pensamiento freireano que nos lleva a replantearnos, en estos momentos de emergencia y de incertidumbre, el verdadero sentido de lo que debería ser la educación. ¿Es entender que el otro es diferente y respetarlo o tolerarlo? ¿Es plantearnos una posibilidad de diálogo enriquecedor, constructivo, pero al mismo tiempo colonizante, colonizado? Freire nos habla constantemente del “pensamiento correcto”. La corrección en algo implica también la idea implícita de que nosotros poseemos la razón, “estamos en lo correcto”, somos los buenos pensadores y los otros no lo son o no lo quieren o no lo pueden ser. Corrección e incorrección, estar en una orilla o en otra del pensamiento, de la realidad, de los sentidos que nos pueden constreñir para hacernos pensar que nuestra humildad lo es cuando en ella subyace la más profunda arrogancia de sentirnos mejor que el otro.

El pensamiento y la obra de Freire, desde luego resultan imprescindibles en estos momentos, pero no como un objeto de culto y reverencia, sino como un espacio de confrontación con nosotros mismos, con lo más íntimo de lo que somos como educadores, como educandos, como sujetos que pueden y deben ser mejorados. Mucho se ha hablado de Freire, del educador popular, liberador, de sus experiencias en diversos países y de su inagotable genio que detonó una gran revolución del pensamiento pedagógico, sin embargo, en este encuentro virtual que hoy se presenta como un homenaje, también es importante analizar y cuestionar sus planteamientos, sus ideas, por momentos inflexibles, acerca de la obligación política del docente. Su radicalismo asusta a muchos y lo cierto es que no podemos entenderlo descontextualizado, fruto de un gran dolor patrio, del momento histórico que lo transformó en un hito, nos ha legado una claridad implacable, pero también, en su legado se encuentra el germen del cuestionamiento, la pregunta, la duda de sí mismo y de sus ideas. La autonomía es pues, también, un instrumento del que es urgente hacer un ejercicio constante, como él mismo lo realizó.

Hace algunos años me decía un amigo, Jurjo Torres San Tomé, con referencia a la palabra calidad: “no podemos dejar que nos la secuestren” y es que parecería que este concepto es parte del patrimonio de los gobiernos y las ideas neoliberales, sin embargo creo que lo mismo sucede con la palabra “autonomía”, y no sólo ha sido secuestrada por aquellos que en el discurso, en la narrativa, dicen una cosa y que con sus acciones caminan a contraflujo, sino por nosotros mismos, por quienes suponemos tener un pensamiento revolucionario, contestatario, desde la evidente rebeldía, porque la autonomía también supone reconocer el valor de lo diferente, del otro, de la visión desde las favelas y los cinturones de miseria, desde el sinsentido de estos tiempos extraños, porque mientras algunos niños corren por la arena sin zapatos como una postal de guía turística tratando de exprimir los restos del verano, otros hacen lo mismo entre basura, animales y moscas, intentando pescar unos tiernos casi renacuajos que les den sustento por un día, o que escarban entre los desperdicios de las grandes urbes buscando una forma de subsistir. Las miradas son distintas, opuestas, enfrentadas y de ahí todo el significado cambia. En los momentos de confinamiento con tapabocas y desinfección constante hay quien no tiene opción para ello, ni siquiera se permiten el pensamiento de tal posibilidad, y esos mismos son los que no tienen televisores, ni internet, mucho menos radio, a estas alturas de la crisis sanitaria todo se encuentra en el empeño, lo poco que habitaba los espacios raquíticos del bohío o de la triste acumulación de trebejos a los que llaman hogar ha desaparecido y la escuela, aunque sea desde casa, es un lujo que no pueden permitirse. Pero esta realidad lacerante también nos lleva a plantear la real urgencia de seguir manteniendo una institución que ha resultado un espacio de adiestramiento, de normalización, de alienación, de domesticación. Ese edificio lleno de rituales y de formas que son más importantes que el fondo, en donde el aprendizaje es sinónimo de demostración y de evidencia, porque somos sujetos de desconfianza, los padres, los docentes y los propios estudiantes ¿Por qué alguien creería que hemos enseñado o aprendido? Actuamos desde la sospecha, desde el recelo, que hoy por hoy se están acrecentando exponencialmente con una pandemia que nos hace vernos unos a otros como enemigos, como posibles portadores, como sujetos de desconfianza, ocultos tras una máscara. En la inminente realidad distópica que se avecina podemos imaginarnos sometidos a horarios y reglas dictatoriales, nada muy diferente a lo que la mayoría de los países latinoamericanos han sufrido, Brasil especialmente, con una brutal dictadura que abrió no brechas, sino abismos insondables, infranqueables, entre los de arriba y los de abajo, entre los que poseían la sabiduría y los que se conformaban con las migajas, si los privilegiados se las deseaban ceder.

Desde estas realidades y con una visión longitudinal, sin intentar, desde luego, hacer uso de una bola de cristal o artes adivinatorias, como esas que se mofan de las clases virtuales que parecen más sesiones espiritistas (ya saben eso de: “Carlos ¿Estás ahí?, Carlos ¿me escuchas?), con un poco de sentido común, podemos observar cómo esta tendencia al control y la seguridad que se piden ser ejercidas a diversos gobiernos de manera autoritaria, ubican a la educación como un accesorio, un lujo, algo que puede ser omitido o que será destinado a los más privilegiados. Las brechas se ensanchan y los educadores, seamos francos, hemos entrado cual víctimas inocentes en los juegos del control y del poder ¿Por qué? Porque es más fácil defender un sistema que ya sabemos vencido, un mero paliativo, un placebo para estos momentos de agonía de millones de niños que han encontrado en la escuela no sólo un edificio, sino un refugio, un nido, una comunidad que los protege y que ahora se encuentran desprotegidos, a la intemperie, expectantes, ansiosos no para aprender, sino para ser cobijados, alimentados, sentirse aceptados o incluso amados, porque la autonomía implica compromiso, desgaste, esfuerzo y pocos de los que se autonombran educadores porque así lo dice un papel, están dispuestos a asumir el precio.

La televisión que por años fue, por lo menos en el discurso de la supuesta izquierda mexicana (me permito hablar aquí de mi realidad más próxima) la enemiga mortal, hoy se convierte en aliada y en educadora. El esfuerzo de cientos de profesionales que auténticamente se han comprometido con el proyecto, con la ilusión de que sea una forma de curar o por lo menos aliviar una herida tan profunda, queda pequeño, insuficiente, paupérrimo, ante la necesidad de entender que la educación no es la escuela. Si no partimos de ahí no entenderemos el sentido que tiene para Freire la autonomía, desde la utopía de una escuela sin muros, de un niño que desea aprender, desde un joven ávido de entender y de un maestro ansioso por acompañar y ser partícipe del proceso de aprendizaje a través de la enseñanza, una ruta de dos vías que se van diluyendo mientras avanza el proceso. Porque si no estamos aprendiendo habrá que dudar de que podamos enseñar.

A 99 años del nacimiento de un ícono de la pedagogía y la rebeldía es momento de pensarnos desde un ángulo diferente, ya sea como educadores, como estudiantes o como padres de familia, porque el diálogo no puede ser para escucharnos a nosotros mismos, para defender ideas y esgrimir razones, es para comprender otros mundos, saber que la escuela no es para todos los niños y jóvenes, que hay quien aprende de otras formas y en otros momentos de la vida, tal vez cuando sea adulto; entender que los docentes requerimos adaptarnos, no necesariamente actuar única y exclusivamente desde la institucionalidad, porque si algo nos cancela la autonomía es ese pensamiento de rebaño ¿Por qué debo hacerlo si mi compañero no lo ha hecho o no lo hará? La autoridad no me lo exige, así que ¿Para qué me esfuerzo en aprender, en capacitarme, en comprender lo básico a veces, de lo que significa ser educador?

Aquí me gustaría detenerme un momento y compartirles una experiencia que viví de primera mano. Sé que muchos rechazamos la supuesta reforma educativa del sexenio anterior en México, yo la primera, sin embargo tuvo algunos aspectos positivos, el más relevante, desde mi visión, fue la autonomía curricular. Un día de marzo del año 2018, en plena campaña política por la presidencia, recibí un mensaje por Facebook: me invitaban a impartir un curso a 1667 figuras educativas de la Ciudad de México, justamente sobre el componente de autonomía curricular. Fue una verdadera aventura que no viene al caso contar aquí, sin embargo tuve, entre los múltiples aprendizajes de esa experiencia, uno muy significativo: para la mayoría de los docentes, por lo menos de los que tuve la oportunidad de formar en ese trayecto, la autonomía es una verdadera amenaza; en el discurso se escucha muy bien, pero en la práctica las cosas cambian radicalmente.

Si, es momento de vernos al espejo, es momento de confrontarnos con nuestra propia realidad ¿Por qué decidimos ser educadores? Si la respuesta es diferente a “porque necesito entender lo que sucede, lo que me rodea, cómo funciona el mundo, mis pensamientos, los de los demás, porque en lo más íntimo de mi ser hay una necesidad de aprender” entonces sólo somos obreros de la educación, mercenarios que necesitan ordenes, libros de texto, directrices institucionales, normativas y sanciones para actuar como simples transmisores de contenidos, no importa el formato, no importa que conozcamos todas las teorías que sustentan nuestro actuar si en el proceso no estamos ejerciendo nuestra autonomía, porque lo verdaderamente importante para nosotros es recibir el cheque o el depósito cada quincena, es lo que  nos hace levantarnos cada mañana, no el transformar la vida de miles de niños y jóvenes que pasen por nuestras aulas (y la nuestra, desde luego) a lo largo de nuestro ejercicio profesional. Ser educador no es algo que dice un cartón firmado y sellado, es una forma de vivir, de respirar, de soñar. Porque un verdadero maestro es aquel que, sin importar autoridades, padres de familia o normativas, cierra la puerta de su aula y comparte un acto de profundo amor con sus estudiantes, desde la libertad y la autonomía que nos cobra un precio muy alto y del cual no hay garantía de reembolso.